lunes, 7 de febrero de 2011

Mi madre.

12 de Junio de 1954, es la fecha que acompaña la amarilla cédula de una gran mujer, que al igual que su documento de identificación, ha comenzado un proceso silencioso en la que se ha querido dejar en el olvido. Se ha visto obligada a renovarse para no entrar en el perverso grupo de los no recordados, como si su época y vivencias no fueran dignas de permanecer en la memoria de un país.

El calor de la menopausia parece haber acabado con el frío que la acompañaba desde su infancia en el municipio de Santa Rosa de Osos. La región que la vio nacer, entonar sus primeras palabras y se jactó de ella hasta que sus padres decidieron trasladarse a la gran ciudad: Medellín.

Es la tercera entre 13 hijos paridos por el mismo seno trabajador y humilde. Al ser tan numerosos cualquier lugar era pequeño y eso los obligaba a sofocarse unos a otros para poder sobrevivir. Unos asumían el poder con entusiasmo, en el caso de ella, siempre se vio sometida a los reproches y recriminaciones por parte de algunos de sus hermanos.

Su padre, quien nunca pronunció su nombre, se refería a ella con bastante frialdad, la llamaba “muchacha”, cultivando en ella la idea de que quizás no fuera tan querida por su propia familia, pensamiento que medio siglo después aún acompaña sus días.

Crecer en una familia tan numerosa complicaba la situación de cada uno de los integrantes, quienes tenían que compartir sus pocas pertenencias, hasta los pocos pares de zapatos se los turnaban para recibir clase en una pequeña escuelita en el barrio Castilla.

Desde estas épocas remotas, descubrió esa pasión que la acompañaría por el resto de sus días, encontró en la enseñanza el único método para sentirse útil en una sociedad que parece querer comernos vivos. Ha cumplido su labor con profundo amor, es esposa, madre de tres hijas y maestra. Ha dedicado la vida entera a encarar cada uno de esos roles, dotándola de gran fortaleza y carácter.

El amarillo de su cédula, ha percudido también su piel y su mirada. Sus ojos no tienen la misma vitalidad que poseía cuando joven. Su larga cabellera ha reducido, y parece conservarse inmortalizada en ese tono oscuro exento de la presencia de cana alguna.

Las décadas, entre vivencias y experiencias han traído también dolencias, enfermedades y locuras. Su cuerpo, al igual que su mente, no son tan fuertes como antes. Sus rodillas y espalda comienzan a deteriorarse, igual que su cordura, que con el tiempo pareciera estar fuera de control y calmarse con un par de pastillas que le brindan tranquilidad.

Su dentadura algo manchada por el vicio de la nicotina combinada con el agua de panela, le ha dejado un sabor amargo de ausencias. Son pocos los seres que parecen comprender sus manías y exageradas preocupaciones.

Cada madrugada es una muestra de su entrega incondicional, cuando el reloj marca las 3 se da vida al movimiento dentro de la casa, entre apuros y ollas quemadas deja listo el almuerzo del día, se organiza como puede, intenta esconder un poco las ojeras y manchas del tiempo y comienza su labor como directora y maestra de una escuela marginada de la ciudad.

Sus oídos cargan a diario con el peso de los gritos y algarabías de niños descuidados por sus padres, realiza su labor como docente y guía, queriendo brindar a esos pequeños una nueva visión del mundo.

Su jubilación ya aparece en los registros y cada mes recibe el producto de su entrega de más de 30 años de docencia en Escuelas Populares de Medellín, pero su ansia de ayudar a estas comunidades supera el anhelo de descanso y ha prolongado su tarea educadora.

Cuando comienza a anochecer, regresa a casa con la intención de descansar, pero la vitalidad de su nieta que la espera, le niega la posibilidad de reposo, y en cambio le da animo de continuar su labor educadora.

Ella, esa mujer, es María, mi madre, quien ha descuidado su cuerpo y figura para acompañar al único hombre de su vida y darnos vida a tres mujeres, a una sola familia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario